- Yo he querido a Ofelia y cuatro mil hermanos juntos no podrán, con todo su amor, exceder al mío... ¿Qué quieres hacer por ella? Di.
Moderaos, señor.
Qué causa puede haber, hijo mío...
No, por causa tan justa lidiaré con él, hasta que cierre mis párpados la muerte
- Dime lo que intentas hacer . ¿Quieres llorar, combatir, negarte al sustento, hacerte pedazos, beber todo el Esil , devorar un caimán? Yo lo haré también... ¿Vienes aquí a lamentar su muerte, a insultarme precipitándote en su sepulcro, a ser enterrado vivo con ella?... Pues bien, eso quiero yo, y si hablas de montes, descarguen sobre nosotros yugadas de tierra innumerables, hasta que estos campos tuesten su frente en la tórrida zona, y el alto Ossa parezca en su comparación un terrón pequeño... Si me hablas con soberbia, yo usaré un lenguaje tan altanero como el tuyo
- Por Dios, Laertes, déjale.
Laertes, mira que está loco.
Todos son efectos de su frenesí, cuya violencia podrá agitarte por algún tiempo; pero después, semejante a la mansa paloma cuando siente animada las mellizas crías, le veréis sin movimiento y mudo
- Horacio, ve, no le abandones... Laertes, nuestra plática de la noche anterior fortificará tu paciencia, mientras dispongo lo que importa en la ocasión presente... Amada Gertrudis, será bien que alguno se encargue de la guarda de tu hijo. Esta sepultura se adornará con un monumento durable. Espero que gozaremos brevemente horas más tranquilas; pero, entretanto, conviene sufrir.
Óyeme: ¿Cuál es la razón de obrar así conmigo? Siempre te he querido bien... Pero nada importa. Aunque el mismo Hércules, con todo su poder, quiera estorbarlo, el gato maullará y el perro quedará vencedor
Baste ya lo dicho sobre esta materia. Ahora quisiera informarte de lo demás; pero, ¿te acuerdas bien de todas las circunstancias?
¿No he de acordarme, señor?
- Pues sabrás amigo, que agitado continuamente mi corazón en una especie de combate, no me permitía conciliar el sueño, y en tal situación me juzgaba más infeliz que el delincuente cargado de prisiones. Una temeridad... Bien que debo dar gracias a esta temeridad, pues por ella existo. Sí, confesemos que tal vez nuestra indiscreción suele sernos útil; al paso que los planes concertados con la mayor sagacidad, se malogran, prueba certísima de que la mano de Dios conduce a su fin todas nuestras acciones por más que el hombre las ordene sin inteligencia.
Así es la verdad.
Salgo, pues, de mi camarote, mal rebujado con un vestido de marinero, y a tientas, favorecido de la oscuridad, llego hasta donde ellos estaban. Logro mi deseo, me apodero de sus papeles, y me vuelvo a mi cuarto. Allí, olvidando mis recelos toda consideración, tuve la osadía de abrir sus despachos, y en ellos encuentro, amigo, una alevosía del Rey. Una orden precisa, apoyada en varias razones, de ser importante a la tranquilidad de Dinamarca, y aún a la de Inglaterra y ¡oh! mil temores y anuncios de mal, si me dejan vivo... En fin, decía: que luego que fuese leída, sin dilación, ni aun para afinar a la segur el filo, me cortasen la cabeza.
Mira la orden aquí , podrás leerla en mejor ocasión; pero ¿quieres saber lo que yo hice?
¡Es posible!
Sí, yo os lo ruego.
Ya ves como rodeado así de traiciones, ya ellos habían empezado el drama, aun antes de que yo hubiese comprendido el prólogo. No obstante, siéntome al bufete, imagino una orden distinta, y la escribo inmediatamente de buena letra... Yo creí algún tiempo (como todos los grandes señores) que el escribir bien fuese un desdoro; y aun no dejé de hacer muchos esfuerzos para olvidar esta habilidad; pero ahora conozco, Horacio, cuán útil me ha sido tenerla. ¿Quieres saber lo que el escrito contenía?