El bostezo imperceptible de las moscas y el estirón de alas de la flota de zopilotes, no significaron novedad alguna para los buzos habitantes del basurero.
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A eso de las seis de la mañana las moscas gigantes esperaban a sus operarios que comenzaran a amontonar los cientos de toneladas de basura que la ciudad desecha diariamente.
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La luz del mediodía se filtró en las pestañas escasas de un viejo, y una figura difícil de determinar le dirigía palabras que comprendía. El viejo estaba en shock, pero se atrevió a abrir más sus ojos para dar cabida a la figura que se agitaba enfrente. Un pedazo de cartón le abanicaba precariamente la cara.
Mucho gusto, Única Oconitrillo para servirle.
Llevo por lo menos dos horas aquí sentada cuidando que no se lo almuercen las moscas ni los zopilotes, señor.
Al tercer día de cuidarlo Única se desesperó.
Pero dígame como se llama usted o no me hago cargo suyo.
El viejo se incorporó, respiro el omnipresente y fétido olor del basurero y dijo:
Me puede usted llamar Momboñombo Moñagallo.
Señora, yo estaba ahí tirado entre la basura porque el jueves pasado, a la hora que pasa el camión recolector, tome la determinación de botarme a la basura.
Única se quedó mirando su forma de vestir por un rato. Y luego empezó a reflexionar.
¡Eso es lo que yo siempre he dicho, siempre; vea por ejemplo, este hombre está bueno, ¡ah!, pero no, el desperdicio es tal que se tira a la basura cuando todavía se le puede sacar el jugo un buen rato más!