¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad.
No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
No. No tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por fusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
Y Justino siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato, hasta que lo logró convencer.
La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Voy, pues. Pero si de perdida me fusilan a mí también, ¿Quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
Ni el sueño, ni el hambre, me pueden quitar las ganas de vivir.