Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay».
Que hombre tan duro y hostil
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
Al pie de la pagoda Moulmein, mirando el mar hacia el este.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
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