Un inglés, que jamás había salido de Londres, ni conocía los pericos, llegó a Veracruz. En busca de un hotel se internó en la ciudad.
Caminaba dirigiendo miradas investigadoras a todas las puertas...
Cuando un loro volando desde un balcón, vino a posarse en la banqueta, casi a los pies del hijo del Albión.
Los vivos colores del plumaje del animal, la figura de su pico y la mansedumbre que demostraba, llamaron la atención del viajero a tal grado, que de detuvo y se inclinó extendiendo la mano para tomar al pájaro.
¡Que majestuoso!
Iba ya a asegurarlo cuando el loro, retirándose pausadamente con ese aire zalamero que suele tomar en las ocasiones solemnes, dijo:
Lorito, ¿eres casado? ¡Ay que regalo!
Perdone usted, caballero; ¡yo creí que era usted pájaro!
El asombro del britano fue terrible; retrocedió como si hbiera visto a una sepriente, y quitándose ceremonionsamente el sombrero, exclamó dirigiéndose al perico:
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