Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos. Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario, pues ya había escogido su preferencia.
No, es de hombre... Un alfiler.
¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba a desquitar... cornudo!
A compás del montaje del solitario, Kassim sintió el rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos. Ante la frustración, María impuso a Kassim la orden de entregarle la alhaja, cosa que este se rehusó a hacer.
¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah!
¡Oh!, no es nada.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya. María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
Es mentira, Kassim.
A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Estaba preparado para dirigirse al dormitorio donde su esposa se encontraba.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido. Su mujer no lo sintió.
fin
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer. La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.
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