El hombre piso algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pié.
Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
Dorotea! Dame caña!
El hombre se bajó hasta la mordedura, y#160; contempló un dolor que nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir#160; el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió hacia su rancho.
¡Te pedí caña, no agua!
¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El tragó, pero no sintió nada.
¡Pero es caña, Paulino!
Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante.#160;Llegó por fin al rancho. Los dos puntitos violeta desaparecían en la monstruosa hinchazón del pie entero.
Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un#160; arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.#160;#160;#160;#160;#160;#160;#160;#160;#160;—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—¡Dame caña!#160;#160;Su mujer corrió con un vaso lleno.
El hombre sorbió la caña en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
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