Había una banca solitaria en el parque, Sofía solía sentarse allí al atardecer, cuando el sol comenzaba a hundirse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras. Ese lugar era su refugio, un espacio donde el mundo parecía detenerse, aunque su mente no lo hacía.
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Llevaba semanas con una pesada carga en el corazón. La sensación de ahogo, la angustia silenciosa que la seguía a todas partes. En casa, nadie notaba su ausencia, aunque su cuerpo estuviera presente.
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Una tarde, llegó al parque con la decisión tomada. Se sentó en la banca de siempre, observando cómo las hojas caían suavemente de los árboles y el viento susurraba entre las ramas.
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Con un sobre en la mano, donde había escrito sus últimas palabras, Sofía cerró los ojos y respiró hondo, sintiendo el frío en su piel. Pero antes de que pudiera actuar, un hombre se sentó a su lado, rompiendo el silencio.
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Es un lugar tranquilo, ¿verdad?
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Sofía lo miró de reojo. El hombre, que parecía de unos cuarenta años, tenía el rostro cansado, como si también cargara con algo demasiado grande para él.
Si, lo es, es un lugar tranquilo
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He estado aquí muchas veces. Siempre pensé que si alguna vez decidía rendirme, este sería el lugar. Pero cada vez que vengo, encuentro una razón para quedarme un poco más. Hoy, por ejemplo, me senté aquí esperando que alguien me hablara, y aquí estás.
A veces parece imposible
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Sí, lo parece. Pero no estamos solos. Nunca lo estamos.
Sofía sintió una extraña conexión en esas palabras, una chispa que atravesó su neblina. Miró al hombre con más atención, dándose cuenta de que tal vez no era la única en esa lucha interna.
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El silencio entre ellos fue diferente esta vez, no vacío, sino lleno de una comprensión muda. Sofía dejó el sobre a un lado, mientras el último rayo de sol se apagaba en el horizonte.
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