El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
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—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
pero ya te la he dado
¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
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Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.
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—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó
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El hombre tragó uno tras otros dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
El sol había caído ya cuando el hombre, entendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, sabría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse
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Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo