Era 9 de noviembre, y hacía calor, mucho calor. Lulu paseaba en el campo, rodeada por amapolas y la cálida brisa.
De repente, escuchó un extraño sonido proveniente del bosque, y curiosa como era Lulu, se aventuró a lo desconocido.
El aire estaba cargado de humedad. Los animales escapaban despavoridos del toque fantasmal de la niebla que envolvía los árboles. Lulu tenía un instinto muy agudo, y sabía que no era sensato adentrarse al corazón del bosque, pero la curiosidad siempre se había impuesto a su parte racional.
Pronto se hizo de noche. La arboleda se había convertido en un compuesto de manchas y sombras violáceas sobre hierba salvaje y suelo de tierra. Las flores adquirieron un viscoso tono amarillento y los animales empezaron a salir de sus escondrijos. El bosque recitaba cánticos de esperanza a la noche, y Lulu escuchaba sus ruegos.
Cuando Lulu despierta, no reconoce su entorno, pues en algún momento de la noche, el bosque la había arrastrado al subsuelo y luego la había vomitado en una cueva cualquiera. El aire era todavía más húmedo y sofocante que en el exterior, y hacía un frío mortal. Las paredes eran de piedra escarpada y maciza, sin abertura alguna por la que construir su huida.
Pero más terrible fue descubrir que se había quedado atrapada en un espejo.