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a la deriva

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  • El hombre pisó algo blancuzco y enseguida sintió la mordedur aen el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú2 que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas desangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura.La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismode su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras
  • La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña,y el hombre pudo fácilmente atracar10. Se arrastró por la picada encuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto11, quedó tendido depecho.-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó unsolo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y lacorriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
  • El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de losdos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia surancho.El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadasque, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálicasequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevojuramento.
  • Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de untrapiche3. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a puntode ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en unronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en trestragos. Pero no había sentido gusto alguno.-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pielívido4 y ya con lustre gangrenoso5. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueosy llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que elaliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendióincorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto conla frente apoyada en la rueda de palo.Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costasubió a su canoa. Sentose en la popa6 y comenzó a palear7 hasta elcentro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones
  • El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya12, cuyasparedes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto13, asciende elbosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eternamuralla lúgubre14, en cuyo fondo el río arremolinado se precipitaen incesantes borbollones15 de agua fangosa16. El paisaje es agresivo,y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, subelleza sombría y calma cobra una majestad única.El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna ledolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lentainspiración.El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien,y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída
  • del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia17 llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviríaaún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a suexpatrón míster Dougald, y al recibidor del obraje
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