El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia
¿Creen que vendrán a vagar? TRABAJEN INDIOS!
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
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El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina
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El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien.
Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza
El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. «Sí, papacito; sí, mamacita», era cuanto solía decir.
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Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el avemaría, en el corredor de la casa-hacienda el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Crees que no cuesta INDIO MISERABLE?
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos
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Pero, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese hombrecito, habló muy claramente.